Signos vitalesCon las luces del día ya extinguidas, era muy fácil escuchar aquel intenso zumbido: se iba aproximando como un enjambre de abejas muy lejano, avanzando cada vez más, quebrando la quietud reinante en todos los ámbitos.
El hombre en la moto marchaba a enorme velocidad a través de las calles.
La ciudad desierta no le ofrecía resistencia. En la oscuridad, sin semáforos, no había límites. Cien, ciento cincuenta, doscientos ... Claramente percibía debajo suyo el continuo y poderoso ronquido del motor. La potente máquina se había transformado en una extensión de sí mismo y la impresión lo embriagaba. Casi podía cerrar los ojos y aún conducir sin necesidad de observar el entorno que lo rodeaba.
Durante un instante del viaje se concedió un breve sueño, sin descuidar el rumbo. El bulevar ancho y arbolado mostraba una larguísima curva en la que se introdujo con frenesí, acelerando todavía más.
Y ahí estaba.
Era imposible determinar de dónde había salido, pero ahí estaba. Arrastrándose por la calle, tratando de mantenerse en pie y cayendo de nuevo: una forma humana, encorvada, casi totalmente cubierta por un enorme abrigo.
Trató de no embestirlo, no quería atropellarlo, sabía que ambos podrían morir. En dos segundos, sin tiempo para reaccionar, ya lo tenía encima enredado en la rueda delantera, rompiendo el brillante foco que antes agujereaba la oscuridad.
Se produjo un estruendo seco: la luz estalló en mil pequeñas esquirlas y terminó por apagarse. La majestuosa máquina volcó sobre un costado girando enloquecedoramente, lanzando chispas hacia todas partes, dando vueltas y más vueltas. Hasta que se detuvo.
Lentamente.
Silencio.
¿Dónde quedó el anciano? preguntó al incorporarse.
Buscó alrededor suyo y vio el montón de ropa retorcida. Parecía una bolsa llena de hojas secas.
-¡Anciano! exclamó.
Se acercó para darle auxilio e intentó averiguar si estaba muerto.
Abrió con cuidado el grueso abrigo que lo cubría y ahí lo encontró, desnudo. Lo movió de lado. Ante su asombro, una de las piernas del viejo se separó del cuerpo limpiamente, sin sangre.
¨Lo despedacé¨, pensó horrorizado.
Sin embargo, aquella imitación de un ser humano levantó la vista y lo miró. En una burla diabólica abrió a medias la boca sin dientes y le sonrió con una oscura mueca, sin decir palabra.
El hombre de la moto retrocedió. Sorprendido. El hedor y la repugnancia se le mezclaron en la garganta. Dio un paso atrás. Y otro.
De inmediato recordó algo que llevaba enganchado al cinturón. Apretada contra la cintura portaba una letal arma de fuego con cinco cartuchos repletos de pólvora y plomo.
Unas nubes negras de lluvia se desplazaron en el cielo, sobre él. La brisa le sopló en el rostro.
Tres espantosos disparos sonaron en el silencio de la noche contra el cemento frío de la calle.