THEUSZ HAMTAAHK

En primer lugar está la invocación, que es una puerta para acceder al conocimiento y es un rito necesario para llegar a un nivel de conciencia que nos permita ver, si tenemos la disposición adecuada.
Esta vez la invocación sí ha logrado su propósito. Nos asomamos al Universo y podemos contemplarlo con la perspectiva de un ser omnisciente, de un Dios. El cosmos está aparentemente desierto, pero no hay apreciación más falsa. En todo éste bullen fuentes de vida e inteligencia, brotando aisladas como oasis en el desierto. Pero también existe una guerra brutal y aniquiladora desde hace miles de millones de años, tal y como se cuenta el tiempo en la Tierra.
Todo arrancó con la primera civilización. Cuando por primera vez el universo fue consciente. Nada queda ya de aquellos seres salvo su herencia, la lucha cósmica por definición.
En un momento dado de la evolución de aquella cultura se planteó la disyuntiva entre la mente y el espíritu. Por un lado, visto que la evolución de la inteligencia había quedado frenada por el cese efectivo de la evolución biológica, parte de aquella sociedad apostó por la opción de crear una Inteligencia Artificial que soslayase los problemas de los seres orgánicos y pudiera evolucionar sin límites. Para ellos la mente y el cuerpo era la misma cosa, dado que los procesos de la mente se sustentaban un conjunto de reacciones bioquímicas. La mente, pues, se asimilaba a la materia. Otra parte de esa sociedad no pensaba en la mente sino en el espíritu como algo que trascendía la materia y que existía por sí mismo. Pensaban sobre su naturaleza no como seres en los que cuerpo y mente se confunden en una misma cosa, sino como una dualidad de cuerpo y alma. En consecuencia, optaron por desarrollar el espíritu para independizarlo del cuerpo y de su necesidades.
Así pues, mientra unos se empeñaron en un desarrollo exponencial de la tecnología, los otros buscaron la via del conocimiento interior y la búsqueda de la Iluminación.
Era un conflicto entre partes desiguales ya que las comodidades que aportó la tecnología a su sociedad encandilaron a muchos de sus miembros. La crisis llegó con la consecución real de la tan ansiada inteligencia artificial. Estos nuevos entes, inanimados por definición y arrastrados por su propia lógica se vieron como seres definitivos. Por tanto, sus creadores ya no eran necesarios y se habían convertido en una molestia, en un lastre. Por ello, decidieron prescindir de sus ellos. Aquella sociedad era tan dependiente de la tecnología que no pudo sobrevivir a la rebelión de las máquinas. Aquella inteligencia artifical empezó a expoliar sistemáticamente aquél mundo convirtiéndolo en inhabitable para sus pobladores originales. No les mataron, les dejaron morir.
Mientras todo aquello sucedía, los seguidores de la vía del espíritu habían continuado con sus propias investigaciones. Su sabiduría era inmensa, pero no habían logrado aún su objetivo final: convertirse en espíritus puros y conseguir una conciencia universal. Sin decirlo, querían llegar a ser dioses. Finalmente uno de ellos llegó a la Iluminación durante una meditación trascendente. Se disoció de su cuerpo y se dio cuenta que podía existir de alguna manera separado de éste. Despertó y comunicó su experiencia a sus compañeros de estudios. Analizó todo le proceso, pudo repetirlo y se lo enseño a otros, que se ofrecieron para intentarlo. Pasó bastante tiempo, pero empezaron a conseguir la disociación y aquellos espirtus sin cuerpo llegaron incluso a reunirse en lugares convenidos de antemano. Descubrieron que podían viajar en el espacio y en el tiempo, pero sólo al pasado.
El primer iluminado concibió una prueba realmente difícil y se sometío a ella. Consistía en dejar morir su cuerpo mientras el espíritu se encontraba disociado de éste. Ningún acólito quiso darle muerte y hubo que esperar a que falleciera por sí mismo, ya que el cuerpo sin alma no puede vivir. No le dolió, no sintió su muerte. De alguna manera sucedió que seguía existiendo. El asombro en esta comunidad de investigadores metafísicos fue generalizado. Algunos reaccionaron con miedo ya que querían seguir viviendo en la realidad física. Otros se entusiasmaron con esta posibilidad y se sumaron llenos de esperanza al sacrifico del primer iniciado, Estas almas liberadas emprendieron un largo camino en busca del conocimiento. Se alejaron de su mundo natal buscando cómo superarse y esperando el momento de sembrar sabiduría en las civilizaciones que pudieran encontrar. Siguió su evolución espiritual y algunas de aquellas almas se convirtieron, de hecho, en Dioses.
Volvemos al momento en que surge la visión tras el rito.
Aparentemente vacías, el espíritu puede cabalgar por las llanuras inacabables de los cielos y atravesar distancias enormes si sufrir efectos relativistas, sin que el paso del tiempo les sea perceptible. Puede observar como los mundos colonizados por las máquinas estan habitados por seres neorgánicos inanimados, ya que la Inteligencia Artificial empezó a usar tecnología orgánica en sus componentes ya que era más flexible y eficaz -salvo para el viaje interestelar- que su propia naturaleza inorgánica original. Eran mundos tristes de ciudades geométricas, donde todo era sistemático, incluido el expolio de sus recursos. Todo ello vinculado al incremento constante de la capacidad de proceso de la información, una necesidad insaciable. Este avance veritiginoso era de una velocidad impactante pero estéril. Aquellos eran remedos de sociedad, con la misma cultura que una colonía de bacterias. Las máquinas mantienen largas guerras al estar en conflicto con otros seres inteligentes que han ido encontrado en los planetas que han querido explotar. También están en guerra con nuevos entes -el pueblo de Ork- que ellos mismos habían creado hacía millones de años. Seres de extraña naturaleza y que eran a las máquinas lo que éstas a sus creadores originales. Era como si hubieran sentido la necesidad -algo inexplicable- de crear sus propios Dioses, los cuales se volvieron contra ellos, replicando el propio origen de las máquinas. Ésta era un guerra sin cuartel.
Cambiando de foco, en nuestro viaje astral encontramos las huellas de los espíritus, cuya manera de luchar es muy diferente. No interfieren en las sociedades que encuentran, no roban su riqueza, sólo dejan la semilla del conocimiento de lo Eterno, de Kobaïa, en las almas de los seres más predispuestos que encuentran. Es el ejercito de la Zeuhl Wortz. Siempre alerta y en guerra, pero a través de la sabiduría y no de las armas. Procuran no enfrentarse directamente con la Inteligencia Artificial. Más bien, apoyan a sus enemigos e inducen el desarrollo del espíritu en aquellas culturas que van llegando al mismo punto de inflexión al que llegó la primera civilización del Universo. Estos Dioses y seres de naturaleza angélica eligen y predisponen a los sujetos susceptibles de llevar a cabo su labor. Se han vuelto muy poderosos, aunque no omnipotentes, y carecen de la soberbia de las máquinas. Sólo actuan abiertamente de cuando en cuando porque aman la libertad y quieren que todos los seres con alma puedan ser libres para decidir por sí mismos y buscar su propio camino hacia la Iluminación.
Esta guerra no es una batalla en campo abierto, no se trata de cargas de infantería con las bayonetas caladas. Ésta es una guerra de guerrillas para ganar voluntades. Éste es el telón de fondo sobre el cual se desarrollan mil y una historias, pequeñas o grandes, a lo largo de todo el cosmos.
Nuestro viaje astral nos lleva, al final de este primer acto, a la Tierra. Allí se va a poner en marcha una lucha de largo alcance, de duración más que milenaria.

Templo del dios Ptah en Memphis

Ptah
No fue ni el primero ni el último, para estas u otras misiones, pero las fuerzas espirituales del universo escogieron a Köhntarkösz desde la niñez. En su mente infantil plantaron semillas que germinaron con el uso de la razón. Fue escogido por las habilidades potenciales que encontraron en él. Nada podía distinguirle de cualquier otro niño durante la primera infancia, pero en cuanto se escolarizó destacó por su facilidad para aprender, no sólo para memorizar sino también para razonar. La suya era una mente privilegiada y por ello siempre estaba insatisfecho en clase. Nunca era suficiente lo que le enseñaban. Además, existía esa incomodidad en su espíritu. Ese vacío que no podía llenar con nada. Llegó el momento en que empezó para él el estudio de la Historia y al llegar al capítulo de la civilización egipcia el suelo fértil que era su mente germinó con fascinación e interés. El texto le pareció insuficiente y empezó a buscar información adicional. A partir de entonces compaginó sus estudios formales con su inmersión en la egiptología.
Al llegar la edad en que debía decidir sobre sus estudios superiores a nadie de su entorno le extrañó que dirigiera sus pasos hacia la arqueología. Además, amplió su currículo con el aprendizaje del árabe y de las lenguas coptas. A pesar de todo, el vacío en su alma seguía sin colmarse. Merced a conocidos con inquietudes similares se inició en disciplinas esotéricas de las que aprendió mucho pero que tampoco le llenaron. Abandonó las prácticas rituales por la meditación, buscando siempre la Iluminación.
Los años de estudio, pese a trabajar en una tesina sobre aspectos esotéricos de la egiptología, fueron una tortura. Él no quería trabajar sobre Egipto sino ir a ese país y no como un turista. Quería ir a trabajar en cualquier excavación que tuviera que ver con lo más remoto en el tiempo de aquella civilización que había dado un sentido a su vida. Finalmente, no sin un poco de suerte, después de otros trabajos que en nada le satisficieron, obtuvo una beca para realizar trabajos de postgrado en una excavación en Memphis.
Es difícil imaginar la impaciencia apenas disimulada con que llevó a cabo su viaje a El Cairo. Una vez allí tuvo que frenar sus impulsos más íntimos de ver y conocerlo todo de golpe, cuanto antes. Se encontraba exultante de gozo. Sus compañeros de expedición, alguno de ellos compañero de estudios, no salían de su asombro. Estaban acostumbrados a su semblante serio y taciturno; a su conversación parca y siempre centrada en la discusión de temas académicos; y a su falta de interacciones sociales.
Cuando la expedición llegó finalmente a las excavaciones en Memphis les dejaron el resto de la tarde libre. Köhntarkösz se sintió con una plenitud como no la recordaba desde la más tierna infancia. El largo camino iniciado desde aquella lectura escolar le había llevado hasta allí. En aquel momento los espíritus rectores que habían dirigido sutilmente su vida le guiaron a la sala principal del templo de Ptah. Allí él se sintió sobrecogido por una sensación de reconocimiento. “Conozco este lugar” –se dijo–. Sus pasos le llevaron a una cámara adyacente. Su pulso se aceleró al comprender que estaba en el escenario del asesinato del Sumo Sacerdote Émëhntëhtt-Ré, muerto a traición cuando había llegado a la comprensión de los misterios de Ptah tras un viaje astral a las Tierras Occidentales. “Toda mi vida me ha llevado aquí” –pensó–. “Todos mis estudios formales y los de egiptología esotérica convergen aquí. ¿Para qué?”.
Aquella noche, por primera desde la pubertad, Köhntarkösz se durmió sin sentir la losa fría en su pecho que expresaba el vacío que sentía en su alma.
Trabajó en la excavación sintiéndose muy feliz durante varios días. Veía y palpaba cosas que sólo había conocido de forma libresca. Cada pequeño detalle, cada ínfimo descubrimiento, era la fuente de nuevas preguntas.
Pasó una semana y sus sueños empezaron a llenarse con voces que le instaban a partir hacia las montañas. Eran los espíritus rectores que le urgían a completar su viaje.
Así sucedió que en una madrugada Köhntarkösz despertó con una inquietud que supo que sólo podía calmar de una manera. Con discreción recogió su impedimenta y con el amanecer salió de la excavación hacia el este buscando una manera discreta de cruzar el Nilo una vez llegado a sus orillas. Una vez hecho esto se aprovisionó con toda el agua que pudo encontrar. Por fortuna, en un primer momento pudo avanzar por un camino de tierra y así lo hizo hasta encontrar las primeras montañas. Allí cambió la dirección del camino, hacia el sudeste mientras se internaba en la sierra. El terreno era un pedregal y el sol era implacable pero Köhntarkösz logró llegar a unos peñascos donde encontró la sombra suficiente para poder dormir hasta la tarde. No era un desierto de arena, no había dunas que vencer en su camino, lo cual era una gran ventaja. Transcurrió una jornada igual. En el alba del tercer día el arqueólogo empezó a inquietarse, ya que sólo le quedaba agua para un día más y no sabía cuánto le falta por recorrer. Esa misma tarde encontró una senda más estrecha pero con signos de haber sido usada de vez en cuando. Se internó en ella observando que penetraba en lo más hondo de las montañas siguiendo el curso seco de un arroyo. Finalmente encontró una charca rodeada de vegetación. Llenó las cantimploras para después meterse en el agua. Esperó a secarse antes de buscar refugio lejos del humedal para evitar los mosquitos, vectores del paludismo. Se despertó descansado como no lo había hecho en días y, tras comer unos dátiles, se dispuso a seguir la senda, la cual sorteaba enormes peñascos. En ocasiones se volvía un desfiladero estrecho y en algunas ocasiones subía por alguna de las paredes de roca buscando un paso para llegar a otro valle. Tras un par de revueltas por pasos muy estrechos llegó a un enorme circo de piedras con vegetación y palmeras en su interior.
Empezaron a escucharse voces de niños los cuales aparecieron ante él y se fueron corriendo de allí. Köhntarkösz reanudó su marche en esa misma dirección hasta que llegó al palmeral y vio frente a él a un grupo numeroso de personas que bloqueaban el paso.
Se dirigió a él un anciano que le interpeló en copto.
–¿Eres el Elegido?
El arqueólogo se sorprendió tanto por la pregunta como por el idioma de su interlocutor. Había leído sobre aquella figura del Elegido pero nunca había pensado en que él pudiera serlo. Respondió usando el mejor copto que pudo.
–No lo sé.
–¿Por qué has venido?
–Tampoco lo sé seguro. Toda mi vida estuve buscando una razón para vivir y la encontré en Egipto. Cuando llegué a Memphis surgió la necesidad de caminar hacia las montañas y he llegado aquí. Supongo que de alguna manera esto tiene que ver con Ptah y con Ëmëhntëhtt-Ré.
La mención del nombre del Sumo sacerdote conmocionó a las gentes allí congregadas, las cuales cruzaron sus brazos a la altura del pecho.
–¿Has venido a saquear su tumba?
–No. ¿Está él enterrado aquí?
–¿No lo sabes? ¿Podemos creerte?
Köhntarkösz sintió de repente un vértigo y empezó a escuchar canticos.
–¿De quién son esas voces?
–¿Qué voces?
–Las que cantan.
–Aquí nadie canta.
En ese momento Köhntarkösz entró en trance y empezó a invocar a Ptah con la voz de Ëmëhntëhtt-Ré usando la lengua antigua:
–Ptah, el de Hermoso Rostro.
–Ptah, Señor de la Verdad.
–Ptah, Señor de la Justicia.
–Ptah, el que escucha las Plegarias.
–Ptah, Señor del Júbilo.
–Ptah, Señor de la Magia.
–Ptah, Señor de las Serpientes y de los Peces.
–Ptah, Señor de lo Oscuridad.
–Ptah, Señor de la Eternidad.
Y al finalizar perdió el sentido.
Cuando despertó se encontró a cubierto. Al moverse, el anciano, que estaba presente, acudió ante él y le dio información. Según le dijo, las gentes de aquel pueblo eran los descendientes de los acólitos de Ëmëhntëhtt-Ré, los cuales juraron guardar su tumba en secreto todo el tiempo que fuera necesario. Habían sobrevivido viviendo de los frutos del oasis y comerciando con artesanía, transportada a través de rutas secretas, para así poder obtener otros productos. Esa había sido su forma de vida durante miles de años. Esporádicamente llegaban gentes como Köhntarkösz, por algún tipo de convicción interior pero ninguno fue el Elegido. Decidieron quedarse y al hacerlo aportaron su propia cultura e idioma. Sabían de todos los cambios históricos que había sufrido Egipto permaneciendo al mismo tiempo alejados del curso de su Historia. Le comentó que por primera vez le parecía que había llegado alguien que bien podría ser el que habían estado esperando tanto tiempo.
–¿Por qué yo?
–Invocaste a Ptah en la lengua antigua, con una voz que no era la tuya.
–¿Es eso suficiente?
–No. Deberás ser capaz de entrar en la tumba de Ëmëhntëhtt-Ré. Solamente el Elegido puede hacerlo.
–¿Y cuándo será posible intentarlo?
–Cuando quieras. Hemos aguardado milenios y podemos esperar a que tu cuerpo se reponga del viaje. Medita sobre todo esto.
Dicho esto, el anciano dejó a Köhntarkösz a solas con sus pensamientos. Luego, el joven arqueólogo comió y durmió un poco más. A los dos días se encontraba ya bien y pidió poder hablar con el anciano. Ya ante él, le habló.
–En mis sueños una voz me urge a actuar y desde que hoy desperté escucho cánticos celestiales. Hoy es el día.
Nada contestó el anciano. Cruzó las manos sobre el pecho y llamó a unas muchachas, las cuales lavaron, ungieron y vistieron con ropas del desierto a Köhntarkösz. Cuando salió al exterior de la vivienda de adóbe le esperaban todos los habitantes del lugar y le acompañaron fuera del oasis, camino de una ladera de la pared rocosa. Cantaban aleluyas sin cesar. El arqueólogo se dio cuenta de que se encaminaban hacia el umbral de una cueva con la holgura suficiente para permitir el paso de un sarcófago. Siguió andando hacia la entrada y de repente escuchó un murmullo. Se dio la vuelta y preguntó.
–¿Qué sucede?
–Nadie ha podido llegar nunca al lugar donde estás –contestó el anciano–.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Köhntarkösz y siguió caminando hasta que un obstáculo invisible le detuvo. Era una resistencia elástica invencible. Cogió un guijarro y lo arrojó a la cueva en la que entró sin dificultad. No podía avanzar más.
Los cánticos de los ángeles se mezclaban con los aleluyas de la gente y llenaban su mente mientras se disponía a meditar. De repente supo lo que debía hacer y gritó una palabra en la lengua mágica de Kobaïa.
–¡Hamataï!
Acto seguido se produjo tanto una conmoción espiritual en Köhntarkösz como un estruendo sordo acompañado de temblores del suelo. Como luego comentaron los guardianes de la tumba, sonó como una canción de la tierra.
Cesada la agitación, el joven arqueólogo extendió las manos para no encontrar resistencia. Se volvió a sus acompañantes para indicarles, con un signo afirmativo de la cabeza, que ya estaba todo preparado. De acuerdo con lo planeado, unos hombres jóvenes se acercaron con espejos de bronce pulido que dispusieron de forma que recogiera la luz del sol y la enviaran a la entrada de la cueva. Dieron uno a Köhntarkösz por si necesitaba iluminar algún recodo. De todas formas, él llevaba en su morral un foco frontal y dos linternas. Le sudaban las manos y se las secó en la ropa que le habían prestado, de lana fresca. Miró hacia atrás para ver como el anciano le despedía cruzando los brazos sobre el pecho, con los puños cerrados.
Avanzó hacia el umbral sin encontrar resistencia y entró en la cueva. Recordó que ningún ser humano había penetrado allí en, al menos, cinco mil años. Era obvio que aquello era obra del hombre ya que se encontraba en un túnel excavado en piedra arenisca y con un grado de inclinación constante. Tuvo que dejar el espejo en cuanto comenzó la pendiente. Encontró arena y suciedad, restos traídos por el viento, huellas de pájaros y animales, sobre todo cerca de la entrada; y polvo en el suelo que no había sido hoyado por seres humanos. Debido a la inclinación tuvo que encender el frontal mientras seguía bajando internándose unos veinte metros más. Hacía frío allí. Llegó a una cámara que era el doble de ancha que el túnel de donde procedía. Allí sólo había una puerta corredera de piedra.
Hasta ahora el silencio sólo había sido roto por el sonido de sus propios pasos, pero Köhntarkösz empezó a escuchar los mismos cánticos que resonaron en su mente pero que en esta ocasión procedían del otro lado del portón. No sintió ni miedo ni aprensión, sólo una extraordinaria sensación de respeto.
Encendió las dos linternas de luz fluorescente que llevaba y se acercó a la puerta con ánimo decidido. Estaba bien cerrada y era pesada pero, primero milímetro a milímetro y luego con más facilidad, logró abrirla lo suficiente como para poder entrar en la cámara mortuoria. En cuanto se abrió la primera rendija el canto cesó.
Recogió las linternas y penetró en la cámara, inalterada durante milenios. Pudo observar las pinturas policromadas de las paredes y el techo que, entre otras cosas, narraban la vida del Sumo Sacerdote Ëmëhntëhtt-Ré y referencias al culto de Ptah. Junto al sarcófago se encontraban las pertenencias del muerto y otros tesoros. Para un arqueólogo típico aquello hubiera sido la culminación de toda una vida, para Köhntarkösz sólo era el comienzo de una nueva existencia. Apartó de uno de los lados del sarcófago lo que allí había, ya que quería abrirlo. Empujó la tapa desde el otro lado y lentamente esta empezó a cede hasta bascular y caer al suelo. Se asomó la interior y vio el sarcófago interior de madera y oro que contenía la momia del Sacerdote. Aprovechando el borde de piedra del sarcófago exterior y apoyando su vientre en éste, empezó a manipular la caja de madera y metal. Al ceder la tapa pudo ver como se llenaba el aire de la cámara de polvo. Sin que pudiera evitarlo lo inhaló y al hacerlo cayó aparentemente inconsciente en el suelo. No estaba ni muerto ni dormido sino en trance. Su mente revivió toda la vida del Sumo Sacerdote, desde su niñez y primeras experiencias hasta los acontecimientos del día de su muerte. Todos los conocimientos y sabiduría pasaron por él y a través de él. Sintió como suyos todos los momentos de miedo o exaltación, de ira o compasión, que habían llenado la vida del servidor de Ptah. Lo vivió todo antes de despertar del trance.
Abrió los ojos y se vio en una minúscula jaima en penumbras. Hizo amago de levantarse y en aquel momento abrieron la entrada de la tienda. Así vio que había sido habilitada en la antecámara del sarcófago, al final del túnel. El anciano, que había sido su interlocutor desde su llegada al oasis se dirigió a él.
–Elegido, por fin has despertado.
–¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
–Creemos que un día. Pasadas unas horas desde tu entrada y como no volvías bajé con mis más íntimos amigos para buscarte y te encontramos inconsciente, era imposible despertarte. Hablabas en sueños en la lengua antigua. Has cantado y has invocado durante el trance. Te sacamos de ahí dentro para tenderte aquí sobre una estera, cubrirte con una jaima y nos quedamos a velarte.
Nada respondió entonces Köhntarkösz. De su experiencia no quedaban más que briznas de recuerdos inconexos. Decidió quedarse allí algún tiempo y empezar a reconstruir el conocimiento a través del estudio de la cámara mortuoria. Cuando ya no pudo extraer nada más supo que debía volver al mundo para proseguir su búsqueda.
En el poblado hubo reacciones encontradas ya que les apenaba despedir al Elegido. Pero comprendieron sus razones para seguir buscando la Iluminación. Para que, a través de la integración del conocimiento externo e interno, pudiera revivir las enseñanzas de Ëmëhntëhtt-Ré y lograr despertar a Ptah; y acceder a la Inmortalidad, fuera ésta lo que fuese.
Le acompañaron por caminos secretos y seguros al pueblo más cercano y desde allí volvió a Memphis, donde le daban por muerto. Vuelto después a Europa, se dedicó toda la vida buscar en sí la visión de Ëmëhntëhtt-Ré. Mientras tanto fue sembrando en la mente de sus discípulos la motivación para a búsqueda de Kobaïa, de lo Eterno.
Antes de partir volvió a la cámara mortuoria para rendir tributo a la momia del sacerdote, cuyos restos resecos y arrugados parecían los de un hombre muerto en paz. Qué lejos de la extraña expresión que había visto en aquellos restos antes de perder el conocimiento, intoxicado por el polvo. Cuán diferente el rostro que vio en aquel instante, con la facies tersa de un recién fallecido envuelto con lienzos blancos e inmaculados. Cuando el cadáver de Ëmëhntëhtt-Ré abrió sus ojos y le miró.
ËMËHNTËHTT-RÉ


Anoche en Memphis hace miles de años. Se celebran los cánticos rituales vespertinos mientras se encienden los fuegos y las lámparas que iluminaran la ciudad, los palacios y los lugares de culto. En el santuario del templo de Ptah, Ëmëhntëhtt-Ré, el Sumo Sacerdote y Jefe de los Artesanos, dirige el culto vespertino. Tras toda una vida dedicada a Ptah, ha comprendido que el rito es sólo una técnica y que la perfección en su dominio expresa cómo te dedicas a tu Dios. Interiorizado, se convierte en la clave para acceder a un nivel de conciencia superior. Igual que las funciones del cuerpo físico son autónomas para que la mente no deba estar pendiente de respirar o de mantener el equilibrio, el alma puede automatizar sus funciones para dirigir su plena conciencia hacia lo metafísico. Ëmëhntëhtt-Ré sabe que hay herramientas útiles para ello como el trance inducido por drogas, música o ritos, solos o combinados entre sí. Pero es ahora, inesperadamente, cuando se apodera de él esa disposición del alma que surge como una intuición poderosa de lo eterno. Surge Kobaïa, lo Eterno por definición. Estalla este concepto en su psique y por primera vez el Sumo Sacerdote de Ptah es capaz de ver más allá del rito. Están casi a mano tanto el conocimiento íntimo del Dios como el acceso a la Inmortalidad, la vivencia de lo Eterno. Su propia voz se une a los cantos propiciatorios de los acólitos pero en ese momento llega el sufrimiento. Aparece un dolor físico intenso y Ëmëhntëhtt-Ré comprende entonces que ha sido envenenado. El sabe de su enemigos, tanto en la clase sacerdotal (que envidia su poder para la visión) como en la figura del propio Faraón, que no ve con buenos ojos su gran poder e independencia. Pero el asesino ha sido torpe ya que no conoce el poder del Sumo Sacerdote. Para salvarse, este ejecuta la Invocación de la Vida, que es un cántico doble, exterior e interior. Ëmëhntëhtt-Ré canta para salvar a la vez su vida y su alma. Su voz se eleva mientras su psique es capaz de alterar la materia y transmutar el veneno en placebo. Las acólitas se sorprenden y le interpelan ya que canta en un idioma que desconocen, ya que no es el habla del Reino Antiguo sino la lengua mágica de Kobaïa la que surge espontáneamente de su boca, la que llena de resonancia la cámara principal del santuario. Cuando la voz ya no puede expresar más esta lucha es la entrega absoluta del alma la que sustituye al canto, con una canción espiritual que ningún mortal puede escuchar en vida. Es en este trance cuando el Sacerdote vence al veneno y, debilitado pero vivo, vuelve a escucharse su voz, para volver a callar después. Entonces su cuerpo se derrumba ya que en la exaltación de ese instante de victoria Ëmëhntëhtt-Ré entra en un trance paradójico de vida con apariencia de muerte. Su catalepsia hace que sus acólitos le recojan y lleven a una cámara privada. Es una meditación tan profunda la que realiza que ésta, ante la mirada de legos, es casi indistinguible de la muerte.
El alma del sacerdote en trance se encuentra inmersa en el Mundo Subterráneo, intermedio entre la vida y la muerte. Allí emprende el viaje hacia las Tierras Occidentales. Su espíritu no está solo allí, ya que en su camino él se ve atacado o amenazado constantemente por las almas de los muertos que no son conscientes de serlo, de aquellos cuyos ritos funerarios no fueron apropiados, de los que abandonaron su morada en la Tierra en soledad y creen que aún viven. Así recorren este Mundo Subterráneo entre el terror y la locura, sin comprender nada. Además, estas lamas pueden ser devoradas por demonios y eso implica la aniquilación absoluta y final del ser. Este lugar que recorre el Sacerdote es un corredor iluminado débilmente por excrecencias fungosas y con un canal de aguas oscuras en su centro. Es inmensamente largo y ancho, de apariencia sombría y tenebrosa y en éste desembocan otros corredores algo más estrechos. Las almas perdidas se presentan ahí con el aspecto de seres humanos harapientos con un cuerpo lívido en descomposición al que le faltan fragmentos o miembros. Son los no vivos. Pero Ëmëhntëhtt-Ré no les teme, ya que sabe que tiene el poder suficiente para vencerles. Para él es como una carrera sin fin, pero el Sacerdote sigue avanzando hacia el final del túnel, mientras se le presentan de horrendo aspecto. Tienen cabezas con formas de animales, como imitaciones imperfectas de Dioses, pero son sólo seres inmundos con un apremiante anhelo por devorar almas frescas. La de Ëmëhntëhtt-Ré es tan luminosa y tiene tal poder que les atrae como un imán y éste debe luchar infatigablemente para apartar a esas criaturas de su camino.

Ptah
Al llegar a las Tierras Occidentales el túnel se abre a un espacio abierto inconmensurable y de una claridad deslumbrante por extrema. Las almas de los no vivos y los demonios no pueden atravesar ese umbral y quedan atrás. Allí el sacerdote se ve sometido a la plenitud del conocimiento de Ptah, a la que se entregó gozoso.
Es justo en este momento cuando Ëmëhntëhtt-Ré despierta de su letargo en su cámara privada del templo. Allí es consciente de su viaje astral y sus implicaciones. Comprende por fin la naturaleza de lo Eterno, de Kobaïa. Sabe que tiene la capacidad para poder revivir a Ptah y ganar la Inmortalidad. “Los Dioses no pueden morir” –piensa–, “pero su poder puede debilitarse al estar implicados en la Guerra Eterna. Hay que ganar más almas para Ptah”.
Y es en este instante de iluminación cuando el cuchillo traidor del asesino se hunde en su vientre buscando desgarrar el hígado para provocar un sangrado incoercible, incluso para las artes del más sabio Hombre Hemostático.

El Sumo Sacerdote agoniza y nadie puede salvarle ya de su muerte. Aún vivo, viaje en su cortejo fúnebre que le lleva al sepulcro que él mismo mandó construir en un valle oculto en las montañas desérticas que separan el Nilo del mar. En su agonía tiene atisbos del futuro ya que s capacidad para al visión se acrecentó tras su experiencia en las Tierras Occidentales. Su alma habitará su cuerpo muerto hasta el día en que el Elegido, Köhntarösz, abra su tumba. Ëmëhntëhtt-Ré lo contempla en su visión y por ello, pese al dolor de la vida que se desvanece, siente el júbilo inmenso de quién sabe que va a vivir de nuevo, de alguna forma. Pasarán miles de años, pero como fuera del mundo de los vivos se encontrará fuera del curso del tiempo, la eternidad y el instante serán equivalentes para él.
Ya en el sepulcro, los acólitos, que han entonado un canto fúnebre, esperan que Ëmëhntëhtt-Ré fallezca para proceder con las prácticas mortuorias. Inmediatamente antes de morir el Sumo Sacerdote realiza un conjuro por el que sólo quien pronuncie una palabra concreta en la lengua mágica de Kobaïa, con la predisposición de espíritu necesaria, logrará franquear puerta de la cámara mortuoria. Hecho esto, finaliza su agonía y muere.
Tras cerrar el recinto, el conjunto más íntimo de seguidores y acólitos de Ëmëhntëhtt-Ré deciden vivir en el valle con sus familias y no volver jamás a Memphis. Quieren proteger el lugar en espera del Elegido. Todo el tiempo que haga falta.
Ya en el sepulcro, los acólitos, que han entonado un canto fúnebre, esperan que Ëmëhntëhtt-Ré fallezca para proceder con las prácticas mortuorias. Inmediatamente antes de morir el Sumo Sacerdote realiza un conjuro por el que sólo quien pronuncie una palabra concreta en la lengua mágica de Kobaïa, con la predisposición de espíritu necesaria, logrará franquear puerta de la cámara mortuoria. Hecho esto, finaliza su agonía y muere.
Tras cerrar el recinto, el conjunto más íntimo de seguidores y acólitos de Ëmëhntëhtt-Ré deciden vivir en el valle con sus familias y no volver jamás a Memphis. Quieren proteger el lugar en espera del Elegido. Todo el tiempo que haga falta.
Köhntarkösz Anteria / Köhntarkösz
No fue ni el primero ni el último, para estas u otras misiones, pero las fuerzas espirituales del universo escogieron a Köhntarkösz desde la niñez. En su mente infantil plantaron semillas que germinaron con el uso de la razón. Fue escogido por las habilidades potenciales que encontraron en él. Nada podía distinguirle de cualquier otro niño durante la primera infancia, pero en cuanto se escolarizó destacó por su facilidad para aprender, no sólo para memorizar sino también para razonar. La suya era una mente privilegiada y por ello siempre estaba insatisfecho en clase. Nunca era suficiente lo que le enseñaban. Además, existía esa incomodidad en su espíritu. Ese vacío que no podía llenar con nada. Llegó el momento en que empezó para él el estudio de la Historia y al llegar al capítulo de la civilización egipcia el suelo fértil que era su mente germinó con fascinación e interés. El texto le pareció insuficiente y empezó a buscar información adicional. A partir de entonces compaginó sus estudios formales con su inmersión en la egiptología.
Al llegar la edad en que debía decidir sobre sus estudios superiores a nadie de su entorno le extrañó que dirigiera sus pasos hacia la arqueología. Además, amplió su currículo con el aprendizaje del árabe y de las lenguas coptas. A pesar de todo, el vacío en su alma seguía sin colmarse. Merced a conocidos con inquietudes similares se inició en disciplinas esotéricas de las que aprendió mucho pero que tampoco le llenaron. Abandonó las prácticas rituales por la meditación, buscando siempre la Iluminación.
Los años de estudio, pese a trabajar en una tesina sobre aspectos esotéricos de la egiptología, fueron una tortura. Él no quería trabajar sobre Egipto sino ir a ese país y no como un turista. Quería ir a trabajar en cualquier excavación que tuviera que ver con lo más remoto en el tiempo de aquella civilización que había dado un sentido a su vida. Finalmente, no sin un poco de suerte, después de otros trabajos que en nada le satisficieron, obtuvo una beca para realizar trabajos de postgrado en una excavación en Memphis.

Es difícil imaginar la impaciencia apenas disimulada con que llevó a cabo su viaje a El Cairo. Una vez allí tuvo que frenar sus impulsos más íntimos de ver y conocerlo todo de golpe, cuanto antes. Se encontraba exultante de gozo. Sus compañeros de expedición, alguno de ellos compañero de estudios, no salían de su asombro. Estaban acostumbrados a su semblante serio y taciturno; a su conversación parca y siempre centrada en la discusión de temas académicos; y a su falta de interacciones sociales.

Cuando la expedición llegó finalmente a las excavaciones en Memphis les dejaron el resto de la tarde libre. Köhntarkösz se sintió con una plenitud como no la recordaba desde la más tierna infancia. El largo camino iniciado desde aquella lectura escolar le había llevado hasta allí. En aquel momento los espíritus rectores que habían dirigido sutilmente su vida le guiaron a la sala principal del templo de Ptah. Allí él se sintió sobrecogido por una sensación de reconocimiento. “Conozco este lugar” –se dijo–. Sus pasos le llevaron a una cámara adyacente. Su pulso se aceleró al comprender que estaba en el escenario del asesinato del Sumo Sacerdote Émëhntëhtt-Ré, muerto a traición cuando había llegado a la comprensión de los misterios de Ptah tras un viaje astral a las Tierras Occidentales. “Toda mi vida me ha llevado aquí” –pensó–. “Todos mis estudios formales y los de egiptología esotérica convergen aquí. ¿Para qué?”.
Aquella noche, por primera desde la pubertad, Köhntarkösz se durmió sin sentir la losa fría en su pecho que expresaba el vacío que sentía en su alma.
Trabajó en la excavación sintiéndose muy feliz durante varios días. Veía y palpaba cosas que sólo había conocido de forma libresca. Cada pequeño detalle, cada ínfimo descubrimiento, era la fuente de nuevas preguntas.

Pasó una semana y sus sueños empezaron a llenarse con voces que le instaban a partir hacia las montañas. Eran los espíritus rectores que le urgían a completar su viaje.
Así sucedió que en una madrugada Köhntarkösz despertó con una inquietud que supo que sólo podía calmar de una manera. Con discreción recogió su impedimenta y con el amanecer salió de la excavación hacia el este buscando una manera discreta de cruzar el Nilo una vez llegado a sus orillas. Una vez hecho esto se aprovisionó con toda el agua que pudo encontrar. Por fortuna, en un primer momento pudo avanzar por un camino de tierra y así lo hizo hasta encontrar las primeras montañas. Allí cambió la dirección del camino, hacia el sudeste mientras se internaba en la sierra. El terreno era un pedregal y el sol era implacable pero Köhntarkösz logró llegar a unos peñascos donde encontró la sombra suficiente para poder dormir hasta la tarde. No era un desierto de arena, no había dunas que vencer en su camino, lo cual era una gran ventaja. Transcurrió una jornada igual. En el alba del tercer día el arqueólogo empezó a inquietarse, ya que sólo le quedaba agua para un día más y no sabía cuánto le falta por recorrer. Esa misma tarde encontró una senda más estrecha pero con signos de haber sido usada de vez en cuando. Se internó en ella observando que penetraba en lo más hondo de las montañas siguiendo el curso seco de un arroyo. Finalmente encontró una charca rodeada de vegetación. Llenó las cantimploras para después meterse en el agua. Esperó a secarse antes de buscar refugio lejos del humedal para evitar los mosquitos, vectores del paludismo. Se despertó descansado como no lo había hecho en días y, tras comer unos dátiles, se dispuso a seguir la senda, la cual sorteaba enormes peñascos. En ocasiones se volvía un desfiladero estrecho y en algunas ocasiones subía por alguna de las paredes de roca buscando un paso para llegar a otro valle. Tras un par de revueltas por pasos muy estrechos llegó a un enorme circo de piedras con vegetación y palmeras en su interior.

Empezaron a escucharse voces de niños los cuales aparecieron ante él y se fueron corriendo de allí. Köhntarkösz reanudó su marche en esa misma dirección hasta que llegó al palmeral y vio frente a él a un grupo numeroso de personas que bloqueaban el paso.
Se dirigió a él un anciano que le interpeló en copto.
–¿Eres el Elegido?
El arqueólogo se sorprendió tanto por la pregunta como por el idioma de su interlocutor. Había leído sobre aquella figura del Elegido pero nunca había pensado en que él pudiera serlo. Respondió usando el mejor copto que pudo.
–No lo sé.
–¿Por qué has venido?
–Tampoco lo sé seguro. Toda mi vida estuve buscando una razón para vivir y la encontré en Egipto. Cuando llegué a Memphis surgió la necesidad de caminar hacia las montañas y he llegado aquí. Supongo que de alguna manera esto tiene que ver con Ptah y con Ëmëhntëhtt-Ré.
La mención del nombre del Sumo sacerdote conmocionó a las gentes allí congregadas, las cuales cruzaron sus brazos a la altura del pecho.
–¿Has venido a saquear su tumba?
–No. ¿Está él enterrado aquí?
–¿No lo sabes? ¿Podemos creerte?
Köhntarkösz sintió de repente un vértigo y empezó a escuchar canticos.
–¿De quién son esas voces?
–¿Qué voces?
–Las que cantan.
–Aquí nadie canta.
En ese momento Köhntarkösz entró en trance y empezó a invocar a Ptah con la voz de Ëmëhntëhtt-Ré usando la lengua antigua:
–Ptah, el de Hermoso Rostro.
–Ptah, Señor de la Verdad.
–Ptah, Señor de la Justicia.
–Ptah, el que escucha las Plegarias.
–Ptah, Señor del Júbilo.
–Ptah, Señor de la Magia.
–Ptah, Señor de las Serpientes y de los Peces.
–Ptah, Señor de lo Oscuridad.
–Ptah, Señor de la Eternidad.
Y al finalizar perdió el sentido.
Cuando despertó se encontró a cubierto. Al moverse, el anciano, que estaba presente, acudió ante él y le dio información. Según le dijo, las gentes de aquel pueblo eran los descendientes de los acólitos de Ëmëhntëhtt-Ré, los cuales juraron guardar su tumba en secreto todo el tiempo que fuera necesario. Habían sobrevivido viviendo de los frutos del oasis y comerciando con artesanía, transportada a través de rutas secretas, para así poder obtener otros productos. Esa había sido su forma de vida durante miles de años. Esporádicamente llegaban gentes como Köhntarkösz, por algún tipo de convicción interior pero ninguno fue el Elegido. Decidieron quedarse y al hacerlo aportaron su propia cultura e idioma. Sabían de todos los cambios históricos que había sufrido Egipto permaneciendo al mismo tiempo alejados del curso de su Historia. Le comentó que por primera vez le parecía que había llegado alguien que bien podría ser el que habían estado esperando tanto tiempo.
–¿Por qué yo?
–Invocaste a Ptah en la lengua antigua, con una voz que no era la tuya.
–¿Es eso suficiente?
–No. Deberás ser capaz de entrar en la tumba de Ëmëhntëhtt-Ré. Solamente el Elegido puede hacerlo.
–¿Y cuándo será posible intentarlo?
–Cuando quieras. Hemos aguardado milenios y podemos esperar a que tu cuerpo se reponga del viaje. Medita sobre todo esto.
Dicho esto, el anciano dejó a Köhntarkösz a solas con sus pensamientos. Luego, el joven arqueólogo comió y durmió un poco más. A los dos días se encontraba ya bien y pidió poder hablar con el anciano. Ya ante él, le habló.
–En mis sueños una voz me urge a actuar y desde que hoy desperté escucho cánticos celestiales. Hoy es el día.
Nada contestó el anciano. Cruzó las manos sobre el pecho y llamó a unas muchachas, las cuales lavaron, ungieron y vistieron con ropas del desierto a Köhntarkösz. Cuando salió al exterior de la vivienda de adóbe le esperaban todos los habitantes del lugar y le acompañaron fuera del oasis, camino de una ladera de la pared rocosa. Cantaban aleluyas sin cesar. El arqueólogo se dio cuenta de que se encaminaban hacia el umbral de una cueva con la holgura suficiente para permitir el paso de un sarcófago. Siguió andando hacia la entrada y de repente escuchó un murmullo. Se dio la vuelta y preguntó.
–¿Qué sucede?
–Nadie ha podido llegar nunca al lugar donde estás –contestó el anciano–.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Köhntarkösz y siguió caminando hasta que un obstáculo invisible le detuvo. Era una resistencia elástica invencible. Cogió un guijarro y lo arrojó a la cueva en la que entró sin dificultad. No podía avanzar más.
Los cánticos de los ángeles se mezclaban con los aleluyas de la gente y llenaban su mente mientras se disponía a meditar. De repente supo lo que debía hacer y gritó una palabra en la lengua mágica de Kobaïa.
–¡Hamataï!
Acto seguido se produjo tanto una conmoción espiritual en Köhntarkösz como un estruendo sordo acompañado de temblores del suelo. Como luego comentaron los guardianes de la tumba, sonó como una canción de la tierra.

Cesada la agitación, el joven arqueólogo extendió las manos para no encontrar resistencia. Se volvió a sus acompañantes para indicarles, con un signo afirmativo de la cabeza, que ya estaba todo preparado. De acuerdo con lo planeado, unos hombres jóvenes se acercaron con espejos de bronce pulido que dispusieron de forma que recogiera la luz del sol y la enviaran a la entrada de la cueva. Dieron uno a Köhntarkösz por si necesitaba iluminar algún recodo. De todas formas, él llevaba en su morral un foco frontal y dos linternas. Le sudaban las manos y se las secó en la ropa que le habían prestado, de lana fresca. Miró hacia atrás para ver como el anciano le despedía cruzando los brazos sobre el pecho, con los puños cerrados.
Avanzó hacia el umbral sin encontrar resistencia y entró en la cueva. Recordó que ningún ser humano había penetrado allí en, al menos, cinco mil años. Era obvio que aquello era obra del hombre ya que se encontraba en un túnel excavado en piedra arenisca y con un grado de inclinación constante. Tuvo que dejar el espejo en cuanto comenzó la pendiente. Encontró arena y suciedad, restos traídos por el viento, huellas de pájaros y animales, sobre todo cerca de la entrada; y polvo en el suelo que no había sido hoyado por seres humanos. Debido a la inclinación tuvo que encender el frontal mientras seguía bajando internándose unos veinte metros más. Hacía frío allí. Llegó a una cámara que era el doble de ancha que el túnel de donde procedía. Allí sólo había una puerta corredera de piedra.
Hasta ahora el silencio sólo había sido roto por el sonido de sus propios pasos, pero Köhntarkösz empezó a escuchar los mismos cánticos que resonaron en su mente pero que en esta ocasión procedían del otro lado del portón. No sintió ni miedo ni aprensión, sólo una extraordinaria sensación de respeto.
Encendió las dos linternas de luz fluorescente que llevaba y se acercó a la puerta con ánimo decidido. Estaba bien cerrada y era pesada pero, primero milímetro a milímetro y luego con más facilidad, logró abrirla lo suficiente como para poder entrar en la cámara mortuoria. En cuanto se abrió la primera rendija el canto cesó.
Recogió las linternas y penetró en la cámara, inalterada durante milenios. Pudo observar las pinturas policromadas de las paredes y el techo que, entre otras cosas, narraban la vida del Sumo Sacerdote Ëmëhntëhtt-Ré y referencias al culto de Ptah. Junto al sarcófago se encontraban las pertenencias del muerto y otros tesoros. Para un arqueólogo típico aquello hubiera sido la culminación de toda una vida, para Köhntarkösz sólo era el comienzo de una nueva existencia. Apartó de uno de los lados del sarcófago lo que allí había, ya que quería abrirlo. Empujó la tapa desde el otro lado y lentamente esta empezó a cede hasta bascular y caer al suelo. Se asomó la interior y vio el sarcófago interior de madera y oro que contenía la momia del Sacerdote. Aprovechando el borde de piedra del sarcófago exterior y apoyando su vientre en éste, empezó a manipular la caja de madera y metal. Al ceder la tapa pudo ver como se llenaba el aire de la cámara de polvo. Sin que pudiera evitarlo lo inhaló y al hacerlo cayó aparentemente inconsciente en el suelo. No estaba ni muerto ni dormido sino en trance. Su mente revivió toda la vida del Sumo Sacerdote, desde su niñez y primeras experiencias hasta los acontecimientos del día de su muerte. Todos los conocimientos y sabiduría pasaron por él y a través de él. Sintió como suyos todos los momentos de miedo o exaltación, de ira o compasión, que habían llenado la vida del servidor de Ptah. Lo vivió todo antes de despertar del trance.

Abrió los ojos y se vio en una minúscula jaima en penumbras. Hizo amago de levantarse y en aquel momento abrieron la entrada de la tienda. Así vio que había sido habilitada en la antecámara del sarcófago, al final del túnel. El anciano, que había sido su interlocutor desde su llegada al oasis se dirigió a él.
–Elegido, por fin has despertado.
–¿Cuánto tiempo llevo inconsciente?
–Creemos que un día. Pasadas unas horas desde tu entrada y como no volvías bajé con mis más íntimos amigos para buscarte y te encontramos inconsciente, era imposible despertarte. Hablabas en sueños en la lengua antigua. Has cantado y has invocado durante el trance. Te sacamos de ahí dentro para tenderte aquí sobre una estera, cubrirte con una jaima y nos quedamos a velarte.
Nada respondió entonces Köhntarkösz. De su experiencia no quedaban más que briznas de recuerdos inconexos. Decidió quedarse allí algún tiempo y empezar a reconstruir el conocimiento a través del estudio de la cámara mortuoria. Cuando ya no pudo extraer nada más supo que debía volver al mundo para proseguir su búsqueda.
En el poblado hubo reacciones encontradas ya que les apenaba despedir al Elegido. Pero comprendieron sus razones para seguir buscando la Iluminación. Para que, a través de la integración del conocimiento externo e interno, pudiera revivir las enseñanzas de Ëmëhntëhtt-Ré y lograr despertar a Ptah; y acceder a la Inmortalidad, fuera ésta lo que fuese.

Le acompañaron por caminos secretos y seguros al pueblo más cercano y desde allí volvió a Memphis, donde le daban por muerto. Vuelto después a Europa, se dedicó toda la vida buscar en sí la visión de Ëmëhntëhtt-Ré. Mientras tanto fue sembrando en la mente de sus discípulos la motivación para a búsqueda de Kobaïa, de lo Eterno.
Antes de partir volvió a la cámara mortuoria para rendir tributo a la momia del sacerdote, cuyos restos resecos y arrugados parecían los de un hombre muerto en paz. Qué lejos de la extraña expresión que había visto en aquellos restos antes de perder el conocimiento, intoxicado por el polvo. Cuán diferente el rostro que vio en aquel instante, con la facies tersa de un recién fallecido envuelto con lienzos blancos e inmaculados. Cuando el cadáver de Ëmëhntëhtt-Ré abrió sus ojos y le miró.